lunes, 17 de enero de 2011

La nicotina que nos une

La nicotina que nos une


El olor a jazmín y azahar acrecentaba el placer de pasear por las calles de Peñamefecit allá por los años setenta. El aire fresco de la primavera tardía del popular barrio jiennense echaba a las gentes de sus casas y se formaban grupos de tertulianos en cada puerta. Por el centro de la calle los paseantes observábamos las complicidades de los grupos que sentados cómodamente en las sillas colocadas en las aceras, nos miraban extrañados. Cada grupo acompañaba  su conversación con una vianda de picoteo y alguna bota de pellejo de las que ya solo existen en manos de expertos que no renuncian al placer del chorreón de vino en la camisa.
Ayer recordé aquellas escenas durante un paseo sin apreturas por las aceras de la Avenida de Andalucía. Ya no huele a jazmín ni a azahar. Huele a tabaco. Rubio, negro y mentolado, todas las clases de tabaco se unen ahora en los mismos lugares. Los nuevos excluidos sociales llevan a cabo sus asambleas y tertulias en la entrada de los bares.  Casi siempre son más de tres, que comparten el pecado, la depravación, el desprecio y la exclusión social. Y como todos los excluidos, se unen en su problema y comparten experiencias a modo de terapias grupales.
Para formar parte de estos grupos de élite, solo se necesita ser adicto a la nicotina, y no ser excluyente en ninguna de las maneras. Sin distinción de clase, profesión, sexo, raza, edad ni medio de consumir la sustancia que les une, ya sea en puro, pipa o cigarrillo, los nicotinomaníacos miran con nostalgia hacia la barra del bar y, entonces, los recuerdos se les amontonan en kilos y kilos de ceniza cigarrera.
Solo unos días antes, no se conocían. No se hablaban y tenían por sana costumbre guardar las distancias, aunque en el bar ya no pudiera entrar ni un alfiler.  Apretujados unos contra otros, con el vaso en una mano y el cigarro en la otra, levantaban las cejas y abrían los ojos desmesuradamente en busca de la mirada del barrero, y en el momento en que se daba el cruce de miradas, sin dejar pasar un instante, decían: ¡¡La tapa!!  ¡!cohones!!.
 Imposible sustraerse a aquellos dulces recuerdos de libertad, que ahora compartían desde la calle, ya sin apretujones y sin distancias. Fuera no les importa el frio, ni la lluvia, ni el viento ni la nieve; ni que tú seas cirujano y yo peón albañil, ni que yo sea mujer y tu homosexual. Nada importa y a nadie se excluye, incluidos  los no fumadores comprensivos, y a todo nuevo fumador se le acepta con solidaridad casi obrera.
Mi innata predisposición a lo prohibido me llevó a pedir ayuda en uno de estos grupos:
.- ¿Alguien tiene fuego, por favor?
De inmediato cuatro encendedores aparecieron a mi alrededor y elegí, no faltaba más, el que me ofrecía una mano de dedos alargados y piel suave, con uñas pintadas en rojo sangre y un anillo de casada. Miré por la ventana a la barra del bar y adiviné al marido con el cerebro bañado en futbol y cerveza. Solo, frente a veintidós hombres y un balón, y con dos cañas por delante. No podía ser otro. Mientras tanto su hermosa esposa, compartía opiniones con sus nuevos camaradas:
.- Hasta ayer fui una enferma adicta al tabaco. La gente me comprendía y me animaba a dejarlo sabiendo las dificultades que conlleva salir de cualquier adicción. Hoy soy la escoria responsable de las enfermedades de los que siguen dentro del bar. Nadie me comprende y me miran con desprecio.
.- Te comprendemos.
Los demás humeantes la mirábamos animándole a desahogarse. En estos casos de tan baja autoestima, encontrar gente con los mismos niveles de decepción, consuela mucho y ayuda no poco.
.- Pues mira, algún día, los fumadores deberíamos protestar para que ni un solo euro de los que pagamos al estado en cada paquete, se destine a sufragar trasplantes de higado. Que cada uno se pague sus cirrosis. Ese día, lo juro, me quito de fumar.
Eché la mano hacia atrás escondiendo el cigarrillo, cuando vi asomarse al camarero.
.- Tranquilo. Es de los nuestros.
Me dijo el de mi derecha, a la vez que escuché al camarero decir:
.- ¡Tiene narices la cosa!! ¿Tenéis fuego? Oye, echaros a un lado que no dejáis pasar a los puristas.
Todos sonreímos con exacerbado compañerismo. No había diferencias y se comportaban como conocidos de toda la vida. Cuando acabé mi cigarrillo, me dispuse a continuar mi camino no si antes rechazar amablemente un segundo pitillo. Me despedí diciendo:
.- Esto parece una asamblea de exiliados. Queda mucho por hacer hasta volver a nuestro hábitat natural, nuestra tierra, de la que hemos sido expulsados de manera torticera y cobarde.
.-Por alguna parte tiene que empezar. ¿Se acuerda usted del motín de Esquilache? Pues algo así va a ocurrir.
El que habló tenía mirada carismática, voz de líder, maneras de intelectual y se le notaba absolutamente convencido de su obligación. Mientras echaba a andar, pensé  que el enemigo encontraría una solución a estas reuniones, de más de tres desertores de las doctrinas oficiales. Usando el estado de alarma, o recuperando la Ley de Vagos y Maleantes, el caso es que estábamos ya señalados.  En último extremo siempre cabía la posibilidad de que se hiciera cargo del asunto el ministro Inquisidor, y eso si que no tenía vuelta atrás. Deberíamos tener cuidado. Fumar en público nos delataba.
 Seguí caminando, agradeciendo a la noche que me permitiera respirar un aire no contaminado, por los miles de tubos de escape, que durante el día, rodaban por el Gran Eje de Jaén. En el cielo, las estrellas brillaban nítidas detrás de la protegida capa de ozono, y un protegido murciélago pasó veloz sobre mi cabeza a la caza de algún insecto, probablemente, también protegido. Buscaba yo el olor de antaño pero en los lugares de jazmines antiguos crecían ahora vegetales merecedores de protección por su alta capacidad de reciclaje de CO2. Al llegar a la puerta de mi casa observe la placa metálica de mi vecino de enfrente advirtiendo que también estaba protegida. Introduje la llave con las manos ya temblorosas, y abrí la puerta esperando, por fin, encontrar la paz ante tanta desprotección. Sin embargo nada pude decir en mi defensa por el retraso producido, pues frente a mi encontré a mis hijos menores y a mi mujer, con cara de saber que también ellos estaban protegidos. Apesadumbrado por el obligado silencio subí las escaleras en dirección a mi refugio con un único objetivo: fumar a escondidas, porque en el fondo yo sabía que en un mundo de protegidos, el que no está protegido es el que protege. Y las debilidades del protector desprotegen aún más al desprotegido.  Una duda me asaltó de repente: ¿no seré yo el único desprotegido? La respuesta estaba clara: yo era el agresor. Cuando desperté de la hipnosis producida por el lento vaivén del humo del cigarrillo en su proceso de disolución, el cigarrillo estaba apagado. Pronto necesitaría otra dosis de nicotina, la droga que nos une.

Antonio Morales   Arias
Enero 2011